exposing the dark side of adoption
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Una triste historia, los niños que robo Franco

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Una triste historia, los niños que robo Franco

LOS HIJOS QUE ROBÓ FRANCO
Vicenta muestra el acta de defunción de su padre. /LEONARDO ANTONIADIS


«Nadie nace con siete años, con zapatos de charol y vestida con un trajecito blanco. Pues así fue como oficialmente nací yo…». Vicenta, a sus 69 años, aún conserva aquella singular partida de nacimiento, expedida a su llegada a un hospicio de Madrid en 1940. La edad se la calcularon a ojo, porque ella imagina que entonces tendría unos cinco años. Aquellos relucientes zapatitos y el vestido inmaculado que se referían en el papel fueron lo único que, de verdad, le quedó de su breve vida anterior. Un misterio más que sólo después de pasar por cuatro familias sucesivas y una primera huida adolescente pudo entender del todo.
Hace apenas dos años que la mujer recompuso el rompecabezas de su verdad. Antes que en Argentina, hubo niños desaparecidos en España. La madeja de los recuerdos infantiles de Vicenta quedó sujeta por un leve hilo que el trasiego de las adopciones jamás rompió. Nunca olvidó las palabras que las monjas del orfanato hicieron como no oír -pero escribieron en su falsa partida de nacimiento- el día en que, para la dictadura de Franco, la niña Vicenta empezó su nueva y depurada existencia.
«Mi padre es capitán y se llama Melecio Álvarez Garrido». Y en aquella obsesión infantil de repetir que era la hija de un apuesto capitán encontró, mucho después, respuestas a sus preguntas: «¿Quién soy? ¿Cómo me llamo? ¿Por qué me han robado mi nombre?».
En realidad Melecio, el padre biológico -fusilado el 24 de octubre de 1940, en Paterna (Valencia), a la edad de 43 años-, era el comisario principal de la 82 Brigada Mixta del Ejército republicano.Y la pequeña Vicenta, a los ojos del nuevo Régimen, una hija de republicano derrotado que debía ser reeducada con unos nuevos padres afectos al bando vencedor.
Ajena a todo, la pequeña y miles de críos como ella fueron condenados a padecer uno de los capítulos más oscuros de la represión de posguerra. Fueron los niños perdidos del franquismo, separados forzosamente de sus familias y dados en adopciones ilegales en virtud de una ideología, inspirada en los postulados filonazis del comandante Antonio Vallejo-Nájera (jefe del servicio de Psiquiatría del Ejército), que defendía la «segregación desde la infancia» de los hijos de los rojos para «liberar a la sociedad de la terrible plaga» del marxismo.
La caza del hijo del rojo no se limitó a España, donde las cárceles, repletas de madres, eran un vivero para dinamizar la política de proahijamientos impulsada desde el poder para salvar a los hijos de los marxistas. A partir de 1941, gracias a una ley (publicada en el BOE de 4 de diciembre), el Régimen procuró la repatriación del máximo número de niños de republicanos que habían sido evacuados al extranjero. Tiempos difíciles. En ese año se crea el Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo. España entera era una cacería.
La búsqueda de los niños fue encomendada por Franco al servicio exterior de Falange. Llamaron al organismo Delegación Extraordinaria de Repatriación de Menores. En ocasiones protagonizó secuestros.Una vez en España, a los pequeños se les cambiaban los apellidos y se les dotaba de una nueva identidad, logrando un efecto perverso: se dificultaba cualquier reunificación familiar futura. Los hospicios de Auxilio Social y ciertos colegios religiosos canalizaban la marea de infantes rescatados «de las garras» de los demonizados rojos.
LA REPATRIADA
Florencia Calvo, otra de las niñas robadas, fue cazada por los camisas azules cuando estaba acogida en el sur de Francia por un matrimonio galo. «Llegó un momento que noté que me escondían.Me cambiaban de vestimenta todos los días para que los de la Falange [el régimen colaboracionista con los nazis de Petain les dejaba hacer] no me reconocieran. Pero al final dieron conmigo, me metieron en un tren y me trajeron a España».
La historia de esta mujer, que con su hermana pequeña, María, había sido evacuada antes del triunfo nacional a un campamento para niños al otro lado de los Pirineos, es otra de las recogidas en el libro Los niños perdidos del franquismo . (Plaza & Janés), de Montse Armengou y Ricard Belis. En un bombardeo alemán sobre el sur de Francia ya en la II Guerra Mundial, las Calvo García se separaron. Florencia fue acogida por un matrimonio francés; María, por uno norteamericano residente en la zona. La dictadura, poco después, logró repatriarlas, les cambió los nombres e impidió su reencuentro.
Hubieron de pasar 60 años para que un milagro hiciera posible que la una volviera a saber de la otra. María contemplaba en televisión Quién sabe dónde cuando vio a una señora (Florencia) que mostraba la foto de su hermana pequeña. El corazón le dio un vuelco: la niña de la fotografía era ella. La corazonada quedó confirmada más tarde con las correspondientes pruebas de ADN.
«Yo he tenido», explica María (era la pequeña de seis hermanos y hoy cumple 70 años), «cuatro nombres. Al nacer, mis padres me ponen María del Carmen Calvo García. Al perderme en el sur de Francia, como no recuerdo los apellidos, me inscriben en el consulado español de Burdeos como María Expósita. Al repatriarme a España, con la Ley de 1941, me cambian los apellidos y me ponen María Pérez Gómez. Y finalmente, mis padres adoptivos, los de Jumilla (Murcia), me bautizan como María Lucas García. Aquella Ley permitía poner apellidos a boleo a los hijos de rojos. Si no me hubieran borrado mis apellidos me habría encontrado con mis hermanos mucho antes».
La niña Vicenta, a diferencia de las hermanas María y Florencia, nunca salió de España. A ella la salvó una amiga de su padre, Dolores, que era a quien el militar Melecio había encomendado su guarda. O eso pretendió, al menos, la mujer al dejarla bien vestida y aseada en el andén de la estación de Valencia del que partía hacia Madrid un tren repleto de niños. Los huérfanos saludaban desde las ventanillas con las banderitas españolas y de la Falange que los organizadores del viaje pusieron en sus manos inocentes.
Del tren de los niños perdidos, a la Diputación, y de allí al hospicio, situado en el colegio de La Paz, en la calle O’Donnell de Madrid, donde la bautizaron y le dieron un nuevo nombre: Vicenta Flores Ruiz. Cuatro veces fue dada en adopción. «Mi corazón era un balón que se inflaba y desinflaba cada vez que sor Irene y don Conrado, el director de aquella inclusa, me llamaban. “Vicentina, que tus padres vienen a buscarte. ¿Sabes? Te perdieron durante la Guerra pero ya están aquí”…».
Y se recuerda la niña Vicenta corriendo por los pasillos de aquel colegio donde le reescribieron con renglones torcidos una infancia de huérfana. «Estaba convencida, cada vez, de que me iba a encontrar de frente a Melecio, pero allí aparecían unos señores desconocidos».
Sus primeros padres postizos fueron alemanes afincados en Madrid.«Tenían coche y un perro enorme y negro». Los segundos, dos viejas y gruñonas viudas de generales. «Quería que me quisieran, pero me llamaban ladronzuela y nunca me abrazaban. Les cogía una peseta, la escondía en el patio y al día siguiente les decía: “Mira lo que me he encontrado”. Pero ellas no me querían…».
Después llegaron los dueños de la zapatería, gente con posibles.«Pasé una Navidad con ellos y fueron muy generosos. Me regalaron más juguetes que los que había tenido en toda mi vida». Y por último aparecieron los labriegos de Herencia (Ciudad Real), a los únicos que con los años terminó llamando padres. En tierras manchegas empezó a comprender su tragedia, y cobraron nuevos significados las palabras rojo y azul (sinónimos ya de bueno y malo, de vencido y vencedor). Vicenta también entendió que llegaba el momento de la verdad.
UNA ADOLESCENTE
Tenía 14 años, unos padres adoptivos por los que empezaba a sentir cariño y la necesidad imperiosa de encontrar respuestas a sus grandes interrogantes. Fue entonces cuando Vicenta encaró su primer acto de reafirmación personal. Tenía que escapar de Herencia para buscar a su verdadero padre, en Valencia. Corría el año 1947. El mapa de su memoria no se había desdibujado con tantos avatares. «Recordaba que vivíamos en el número 13 de la calle Ramón y Cajal, en el primero derecha». Hacia allí encaminó sus pasos de adolescente huida. «Me costó dar con la casa porque la numeración había cambiado. El número 13 era el 7. La señora Carmen, la vecina del primero izquierda, me abrió la puerta.Ella me confirmó lo que siempre supe: que era la hija de Melecio».
Aunque en aquellos años, con la herida de la Guerra aún abierta y Europa recién sacudida del yugo fascista, nadie quería responder a muchas preguntas, la joven Vicenta empezó a saber. «Claro que te recuerdo; si ibas a una academia de baile con una de mis niñas», le dijo la señora Carmen. De su padre no tenía noticias, le explicó, desde que Valencia, sede del último Gobierno de la II República y puerta de salida al exilio de miles de españoles, cayó bajo el Ejército de Franco.
Por Carmen supo también Vicenta que su madre falleció en el parto, o eso al menos había oído, y que Melecio, viudo, buscó a distintas mujeres para que guardaran a su pequeña mientras él cumplía como militar desde el cuartel situado de manera provisional en el Hotel Alhambra. La primera cuidadora, cuyo nombre Carmen no recordaba, era una señora sorda que no oyó las sirenas de uno de los bombardeos lanzados por la aviación franquista sobre Valencia y que puso en peligro a la niña. La segunda niñera, según supo, era conocida por la Lola. Ella, de seguir viva, tenía las llaves con las que franquear las puertas del resto de los enigmas.
Las pesquisas de la adolescente se vieron frustadas cuando la policía dio con ella y la mandó de vuelta a Ciudad Real. Pero Vicenta volvió con sus padres adoptivos, Urbano Sánchez Rabadán y Sagrario Martín Fontecha, con la íntima convicción de que no cejaría hasta saber toda su historia. Tardó cuatro años en volver a dejar el pueblo.
«A Urbano y Sagrario nunca los abandoné. En su día volví a Herencia y los enterré, con sus lápidas y nichos en propiedad. Mis hijos les llamaban abuelos… Pero cuando cumplí los 18 años supe que tenía que regresar a Valencia. Allí estaba, aún por desenterrar, mi verdadera identidad. Durante mucho tiempo me he preguntado por qué me mandaron tan lejos. Creo que lo hicieron aposta: un pueblo perdido donde habían arraigado fuerte las ideas franquistas.Oyendo a la gente, sabía que tenía que morderme la lengua. Yo era la hija de un rojo. He vivido siempre con miedo, hasta que dije: “No te calles tanto que te vas a morir sin hablar”. Desde entonces lo digo bien alto: soy la hija de Melecio. Que sea rojo, que sea blanco, qué más me da. Era mi padre. ¿Era rojo? ¡Pues soy la hija de un rojo!… Ya pagué con lo que nadie tiene que pagar: me robaron el nombre».
El testimonio de Vicenta, y otros recogidos por los autores del libro, que saldrá en octubre, rescata la realidad de los trenes que cruzaban España cargados con niños camino de las inclusas del Régimen. Se trataba, según formulación del psiquiatra Vallejo-Nájera, de pura eugenesia: «La segregación de estos sujetos desde la infancia podría liberar a la sociedad de la temible plaga del marxismo». Lo decía quien, en la prisión de mujeres de Málaga, realizó «investigaciones psicológicas en marxistas femeninos delincuentes».
Parte de los experimentos del psiquiatra consistían en la separación de las mujeres de sus hijas. El Régimen, a través del Patronato para la Redención de Penas por el Trabajo (que regía también sobre los campos de concentración creados en la posguerra), presumía de ello. Así lo hacía en una memoria de 1944 que elevaba «al Caudillo de España y a su Gobierno»: «Miles y miles de niños han sido arrancados de la miseria material y moral; miles y miles de padres de esos niños, distanciados políticamente del Nuevo Estado Español, se van acercando a él agradecidos a esta trascendental obra de protección».
No todos aquellos niños perdidos tuvieron la fortuna y el tesón suficientes para reconstruir sus desdichadas historias personales.En Valencia, en su segundo viaje, ya con 18 años, Vicenta encontró mucho de lo que fue a buscar. Primero, un trabajo de criada en una casa que le permitía subsistir, y luego, las pistas con las que, décadas más tarde, localizó a la Lola. Su nombre era Dolores Luzón. Y el Régimen, sin que Vicenta entonces ni lo intuyera, sabía de ella desde que la pequeña llegó a Madrid el 20 de agosto de 1940 en el tren de niños. Un documento que pudo conseguir años después así lo acredita: «Interrogada esta menor (…), las Hermanas han podido conocer los siguientes datos: que estuvo bajo la protección de Melecio Álvarez Garrido y de Dolores Luzón».Se añadía un dato significativo: «Que el tal Melecio era capitán de los rojos».
Cuando Vicenta dio con Lola la mujer se quedó lívida. «¿Qué podía hacer? Tu padre ya estaba en prisión y yo no tenía para mantenerte.O te metía en aquel tren de niños refugiados o yo misma terminaría en la cárcel… Eso sí, te vestí lo más elegante que pude».
Hasta que tuvo todas las piezas de su rompecabezas hubieron de pasar casi 70 años, los que ahora cree que cumple Vicenta Flores Ruiz, la niña perdida en los orfanatos franquistas por ser quien era. Desde que se casó, el 18 de febrero de 1955, vive en Francia.Su última casa está situada a las afueras de París. Cómo terminó ella cruzando la frontera es otra larga historia.
En Valencia, mientras trabajaba de sirvienta y seguía el rastro dejado por su padre, leyó un anuncio de prensa que le cambiaría la vida. Se buscaban, decía el texto, chicas de conjunto para un espectáculo de baile. No se lo pensó dos veces. «Entonces no estaba bien visto, pero me presenté y me eligieron. Allí conocí a la Bella Dorita y a Antonia Amaya. Tras la gira por pueblos de Valencia fuimos a Barcelona. Sí, viví aquellos años de cabaré en el Paralelo y el Molino Rojo». Hasta que un día apareció el que sería su marido, «un catalán de Perpiñán que estaba de turismo en Barcelona».
Tras la boda, «por la Iglesia, como yo quería», la pareja cruzó la frontera. «Al ir a sacarme el pasaporte», recuerda Vicenta, «me vieron la certificación literal del acta de nacimiento y se quedaron extrañados. Decían que nadie nace a los siete años y con zapatos de charol».
Hasta hace una década aparcó la búsqueda de su padre. «He esperado a que mis hijos crecieran y empezaran a casarse, pues tuvimos seis, para poder volver a dedicarme a lo mío… Escribí a Lobatón (que entonces dirigía para la televisión Quién sabe dónde), al colegio de La Paz de Madrid, al archivo militar de Salamanca…».Entre sus hallazgos, le emocionó saber que su padre quiso, estando en prisión en la víspera de su fusilamiento, darle una verdadera familia. «Escribió una carta al alcalde de su pueblo, Villalpando, en Zamora, indicando quién de su familia (era hijo de un médico) podía hacerse cargo de su hija, que con cinco años se quedaba sola en Valencia».
UN VIEJO CAMARADA
Una reunión de exiliados de la dictadura en Perpiñán, en 1999, permitió a Vicenta dar con la pista definitiva de su padre. «Recopilé los libros y revistas en los que se hablaba de Valencia y, ya en casa, encontré un texto en el que un tal Isidro Guardia contaba su experiencia en las prisiones del franquismo (El exilio del exilio interior: las cárceles). Al leer que hablaba de la 82 Brigada recordé que ésa era la de mi padre…». La primera conversación, tras localizar el teléfono de Guardia, fue algo precipitada:
-¿Es cierto que usted conoció al capitán Melecio Álvarez Garrido?
-Pero, oiga, ¿quién es usted?
-Mire, le llamo desde París. Soy la hija de Melecio.
-¿Y su madre se llamaba Reme?
-Pues no lo sé… Nunca nadie me ha dicho quién fue mi madre.
Las charlas (ella en París, él en Valencia) se sucedieron hasta que, hace un año, el que fuera compañero de Melecio durante la guerra y Vicenta se encontraron cara a cara, en Paterna. En el cementerio, a medida que sus pasos se aproximaban a la tumba del militar fusilado, se cerró una larga, dolorosa y tristemente repetida historia. «Te recuerdo junto a tu padre. Él estaba encargado de la evacuación de los refugiados a través del puerto de Valencia.Hubiera podido subir a un barco y salvarse, pero no quiso. El deber le hizo quedarse hasta el final y lo pagó muy caro».
Muchos de los niños que tampoco pudieron huir, o que si lo hicieron terminaron repatriados por la Falange, corrieron la suerte de su pequeña Vicenta. «Siempre estabas subida a las piernas de tu padre, tenías un flequillo cortito… Me acuerdo de que una vez en una excursión te picó una abeja y tu padre te puso barro en la herida». También las palabras de Isidro Guardia, en aquel cementerio de Paterna, le sonaban a Vicenta reconfortantes. Le estaban hablando, por fin, de su verdadero padre. Su capitán.

TESTIMONIOS DE UNA VERGUENZA

ELLA ENCONTRÓ A SU PADRE
Hasta hace año y medio, Vicenta Flores, que tiene alrededor de 70 años y ahora vive en Francia, no pudo confirmar quién fue su padre y cuándo murió. En la foto, el momento en el que un viejo camarada la conduce hasta su tumba. Melecio Álvarez fue fusilado en Paterna (Valencia) unos meses después de que ella ingresara en un hospicio madrileño donde le dieron una identidad falsa.
REENCUENTRO EN «QUIÉN SABE DÓNDE»
Las hermanas Florencia (72 años) y María (70), que aparecen de niñas en la portada, fueron repatriadas desde Francia por la Falange y dadas en adopción.Florencia: «Cuando llegué pregunté a una monja por mi hermana.Me dijo: “Seguramente la tirarían por la ventanilla del tren”.Nunca lo creí». Se reencontraron en el programa de Paco Lobatón casi 60 años después.
SECUESTRO EN LA CALLE
José Murillo. Su hermana María Esperanza fue secuestrada e internada en un convento de clausura a la fuerza: «Le dijeron a mi madre: “Se han llevado a cuatro niñas que estaban jugando en la calle. A tu niña, a la de Josefa y a dos más…”».
«NOS LLAMABAN ESCORIA»
Hermanas Aguirre. Francisca (escritora), Susana y Margarita: «Las de Auxilio Social nos juntaron y nos dijeron que éramos escoria, hijas de horribles rojos, ateos, criminales, que no merecíamos nada y que estábamos allí por pura caridad pública».
EL POBRE NIÑO LENIN
Julia Manzanal. «Cuando fueron a detener a Justa Mir, su hijo lloraba y ella le llamó: “Lenin, ven hijo mío”. Los policías le dijeron: “¿Qué ha dicho, cómo se llama el niño?”. Cogieron al crío por las piernas y le estrellaron la cabeza contra la pared».
ROBO EN EL HOSPITAL
Emilia Girón. Hermana del guerrillero El León del Bierzo: «Me dijeron que se llevaban a mi niño para bautizarlo y ya nunca lo volví a ver… Y con esa angustia he estado toda mi vida, porque sé que lo parí. Me pregunto a cuántos más se llevaron».


UN AÑO DE CONMOVEDORA INVESTIGACIÓN

Era el año 2000. El Parlamento catalán acababa de aprobar una ley que permitía indemnizar a las personas que habían estado presas por culpa del franquismo. Un equipo del programa 30 minuts de la televisión catalana decidimos hacer un reportaje sobre aquellos hombres y mujeres que ahora, al final de sus vidas, recibían por primera vez un reconocimiento a su lucha. Así fue como supimos que la Dictadura tuvo otros presos de los que no se hablaba: los niños, las víctimas inocentes que habían cometido el delito de ser hijos de rojos. Fue el historiador Ricard Vinyes el primero que nos habló de niños en las cárceles, que morían o que no habían regresado jamás con sus familias. Sus palabras se nos grabaron en el cerebro. No éramos conscientes, entonces, de cuánto horror tendríamos que escuchar, de cuántas veces nuestras lágrimas se habrían de juntar con las de protagonistas como Julia Manzanal cuando contaba cómo vio morir a su hija en la cárcel de Amorebieta sin que ningún médico la atendiera, o Emilia Girón: «Se llevaron a mi hijo para bautizarlo, pero ya no lo volví a ver jamás». El Régimen dejó constancia escrita de muchas de sus barbaridades, pero sus herederos se encargaron de que los documentos no aparecieran nunca, como la Falange o la Fundación Nacional Francisco Franco. Muchas veces sólo nos quedan las palabras de las víctimas, y muchas han desaparecido porque nuestro interés por ellas llegó demasiado tarde. Otras no quieren hablar, aún tienen miedo. Fuimos sumando el testimonio de quienes están dispuestos a pasar un mal rato recordando momentos dolorosos para que quede constancia. Ésta es la desconocida historia de los niños perdidos del franquismo. Teresa Martín, que estuvo presa con su madre, nos decía: «Muchas cosas han desaparecido pero la Historia está ahí. Si alguien quiere que la memoria perdure, no tiene más que preguntar. Tengo 62 años, es la primera vez que hablo, es la primera vez que me preguntan».

2008 Nov 30